Paladar 87 - Nadie nos prometió un jardín de rosas
Fito Páez cantó en Montevideo, en mi auto, en mi infancia, en la playlist de mi vida. Y dice así.
Llego hasta Bulevar Artigas y la rambla. La gente se mueve de a mares. De amares. Hace unos días dijeron que todavía quedaban entradas, pero hoy había gente intentando conseguir una.
–El aforo es para sesenta y cinco mil personas –me va a decir Nico en un rato, cuando me cruce a él y a Sofi de casualidad en el pajar.
Quiero llegar bien adelante, quiero estar de frente al escenario, quiero pero no puedo. Me acomodo donde sí puedo: adelante, a un costado. Espero. Falta todavía una hora.
Es 1987. Me siento sobre el piso del departamento de mi viejo en la calle Pumacahua, barrio de Flores, y en el equipo de música pongo el casete al que vengo dándole vueltas desde hace un año: LaLaLa. No es mi preferido de Fito –en este caso, con Spinetta– pero me gusta escuchar las canciones para encontrar los cambios de voces, quién canta cada tema, cada estrofa, cada palabra. Escucho y vuelvo a escuchar, la cinta patina de a ratos. Dos temas me apasionan, podría escucharlos sin pausa: Hay otra canción y Parte del aire.
Todavía no sé que voy a escuchar esos temas miles de veces, que voy a aprendérmelos de memoria, que los voy a tocar en la guitarra, que se los voy a cantar a mi hija, primero, y a mi hijo después.
Con la camperita colgada sobre el nombro me insulto a mí mismo. Hace calor esta vez, apenas una brisa se siente de a ratos, la gente se agolpa por todos lados, también a mi alrededor. A mi izquierda unos pibes me hacen acordar a mí mismo y a mis amigos y amigas en nuestros primeros recitales solos, a principios de los 90. Topper de lona, pantalones anchos y coloridos, aros, collares, pelos largos, remeras agujereadas. Ellos tiran el aire dulzón de su pucho y a mi derecha un tipo suma uno más ácido y amargo, de cigarrillo negro.
Desde las vallas aparece un grandote con una bandeja y vasitos de agua para repartir. Se estiran las manos, se pasan los vasos, se agradece el esfuerzo, se transpira, se comparte. Se espera.
Ya terminó la previa, ya acomodaron los instrumentos sobre el escenario, ya pasaron el video protocolo de seguiridad, ya no entra nadie aunque sigue entrando. Sábado a la noche. Rambla de Montevideo. Falta Fito Páez.
Muchos años después, y no frente al pelotón de fusilamiento, me arrepentí de no haber ido a la presentación de El amor después del amor. Es verdad que fui, en cierto modo, pero no a la presentación. Lo vi en Vélez, fines de 1993, cuando se organizó un recital a beneficio de Unicef. Estábamos con mi viejo en la platea alta del estadio, también había otra gente pero no me acuerdo quién. ¿Amigos suyos? ¿Míos? ¿Parientes? Sí me acuerdo de haber visto esa noche, por primera y no por última vez, las miles de estrellas prendidas con encendedores en Brillante sobre el mic y los buzos y remeras revoleadas al ritmo de A rodar la vida, mientras algo que en ese momento no pude definir me recorría el cuerpo.
Fito sale al escenario cerca de las diez de la noche. No logré encontrarme con mi amiga Agus así que sigo solo, aunque menos solo que nunca. No puedo moverme para adelante ni para atrás. Apenas, a veces, hacia los lados, cuando el ritmo lleva al público hacia movimientos laterales. Vamos para allá, volvemos para acá. Bailamos en pequeños saltos. Me imagino todo lo que viene porque el show aniversario por los treinta años de El amor después del amor ya lo vi en Buenos Aires hace un año, pero esta vez Fito cambia, sorprende, o me sorprende. No va a seguir el orden del disco, no va a cantar tampoco todos los temas. Va a tener invitados locales. El primero, Rubén Rada, sube para entregarnos una hermosa versión de 11 y 6 que nos regalaron durante la pandemia por el Covid. Que dice así:
Ahora, celular en la mano, grabo un pedacito del tema, de la gente, pero no porque piense que es un buen recuerdo –hace tiempo que creo que el mejor recuerdo de los shows musicales es vivirlos y no grabarlos con un teléfono con dudosa calidad de video– sino porque es lo que espera Margarita. Sé que mañana me va a preguntar cómo estuvo, qué temas cantó, si cantó el de la frutilla, si le grabé algo, si saqué fotos. Ella va a querer ver y yo, esta vez, le voy a decir que la próxima va a venir conmigo.
A Rada también lo sigo desde hace muchos años, culpa de mi amigo Gabriel que en Buenos Aires me llevó a verlo a La Trastienda, en 1999. Hasta entonces sólo conocía algunos temas (Rock de la calle, Ayer te vi). Después fui con mi novia de por entonces y mi amigo Ezequiel, y desde ahí, muchas otras veces en teatros de Buenos Aires y de Montevideo, y hasta a un casino.
Pero Rada es también parte de mi infancia (lo cantábamos en los fogones de los campamentos) y de mi juventud: en las trasnoches de Buenos Aires, cuando después de trabajar salíamos de comer con mis compañeros de diario, muchas veces lo veía cenando en Pippo y no se lo decía pero quería decírselo; yo te voy a ver cada vez que tocás, yo tengo tus discos, yo te canto.
El día que conoció a su hermano Simón, Margarita se sentó al lado y le cantó Parte del aire, como conté hace un par de meses. Parte del aire es la de la frutilla (lo pensó dos veces y se marchó / como una frutilla su corazón) y eso sí lo tengo grabado en un video que me emociona hasta las lágrimas cada vez que lo veo y cada vez que lo cuento, incluso ahora, en estas líneas.
También me emociono hasta las lágrimas con la mitad de los temas de este show, porque Fito Páez no es para mí un músico, un cantante, un artista. Forma parte de mi banda sonora, desde que era chico –por herencia familiar y de hermano–, pasando por la adolescencia –por disfrute entre amigos– y también en la era adulta –este año fue, una vez más, lo que más escuché según el resumen de Spotify–.
Creo haber entrado a Fito por LaLaLa, tengo el recuerdo de ese casete y de gastarlo con ganas, en un momento en el que escuchaba casi todo lo que había en casa, en especial en lo de mi papá: Mercedes Sosa, León Gieco, Víctor Heredia, Charly García, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.
Después adopté a algunos de ellos: Fito, Charly, Silvio, que calculo me acompañarán hasta el final de mi vida. Que forman parte de eso: de la banda sonora de la vida de Javi Schurman.
Fue mi hermano el que empezó a comprar los CDs que me permitieron seguir acumulando temas, horas y amor por la música y la prosa (¿o debería decir el verso, la poesía?) de Fito Páez. Giros, Tercer Mundo y El amor después del amor eran suyos. El resto, o lo que alcancé a comprar del resto en formato CD, todavía está en una caja, en mi vieja casa de Buenos Aires: Del 63, Circo Beat, Euforia, Abre, Rey Sol, Naturaleza sangre, Mi vida con ellas, El Mundo cabe en una canción y No sé si es Baires o Madrid esperan a que vuelva a tener reproductor de CD para ser mudados de país y escuchados.
Fito tiene ganas de hablar. Se nota más que otras veces. Habla bastante cuando presenta algunos temas, cuando presenta a los invitados, cuando se le da la gana. Le agradece al público, alaba la ciudad, a los uruguayos, el recibimiento del público, la fiesta que le entregan (entregamos). Pero también dice y no dice. Sabe –sabemos– que mañana asume un nuevo presidente en Argentina. Y él no dice nada, no lo nombra, no hace alusiones directas, pero dice.
Dice que la música es de lo más importante en las canciones porque genera cosas sin importar las letras, pero que hay una letra, esta letra de la canción que va a cantar ahora, que parece escrita hoy, ayer, en este momento.
Dice, mientras canta Me gusta estar al lado del camino, que
en tiempos donde nadie escucha a nadie,
en tiempos donde todos contra todos,
en tiempos egoístas y mezquinos
en tiempos donde siempre estamos solos
habrá que declararse incompetente
en todas las materias del mercado –y resalta la palabra mercado–
habrá que declararse un inocente
o habrá que ser abyecto y desalmado.
Pero también dice que ya no pertenece a ningún ismo, que se considera vivo y enterrado, y se arrepiente de la parte del walkman (porque, bromea, seguro ninguno de los presentes sabe qué es), pero destaca la estrofa que empieza con
No es bueno nunca hacerse de enemigos
Que no estén a la altura del conflicto
Que piensan que hacen una guerra
Y se hacen pis encima como chicos
Dice, también, que
Nadie nos prometió un jardín de rosas.
Que
Hablamos del peligro de estar vivo.
Y que estar
al lado del camino
es más entretenido y más barato
La última vez que viajé a Buenos Aires fui, justamente, a votar en el balotaje presidencial. Fui solo y para pasar las horas de ruta, en el auto, elegí la playlist de Fito. Canté de las viejas y de las más nuevas, pero sobre todo las viejas renovadas, de la versión 2023 de El amor después del amor (mis preferidas de la reversión: La Verónica, Tráfico por Katmandú, Tumbas de la gloria y Balada de Donna Helenna).
Hacer eso es hacer lo que hice siempre: cantar. Cantar canciones de Fito. Como en mis noches de insomnio, con la guitarra, encerrado en el cuarto o en mi primer departamento alquilado. Como en los fogones de campamento o en las sobremesas con amigos. Como en las noches de dormir a Margarita.
La playlist. Mi playlist. Mi banda sonora. Fito Páez.
–Levante la mano el que escuchó Ey! en 1988 –dice Fito y a mi alrededor sólo uno tiene el brazo extendido.
Parecemos ser pocos, entre los sesenta y cinco mil. Hay mucha juventud y también muchas personas que están acá para ver un show, para escucharlo, y no por fanatismo, como debe pasar siempre. Entonces, siento, es mi momento. Mi momento de amor.
Fito hace un enganchado de los 80’ y principios de los 90’ que incluye Sólo los chicos y cierra, si mi memoria cortoplacista no me juega al vacío, con Tercer mundo.
Disfruto de este momento como quien disfruta de un secreto: la mayoría no canta, no se sabe las letras, no acompaña más que con la atención del espectador y yo ahora canto a los gritos y también me emociono, como me voy a emocionar en un rato cuando vuelvan las estrellitas –esta vez sin encendedores, todo pantalla de celular–, los buzos rodando sobre los hombros y esa sensación que me recorre el cuerpo y que, ahora entiendo y puedo definir, es el amor durante el amor.
Hermoso