Paladar 92 – La nostalgia feliz
Un día retro en Uruguay. La vuelta de Gallardo. Un recuerdo. Muchos recuerdos. Silencios, libros y una palabra en japonés: Natsukashii.
En Uruguay, en cada previa del feriado del 25 de agosto se celebra la Noche de la Nostalgia. Hay muchas notas sobre el tema y hasta entrada en Wikipedia, así que no tiene sentido extenderme. Un tipo, dueño de una radio, inventó ese día hace décadas, fines de los 70, al armar una fiesta musicalizada con éxitos añejos. Y ahora, cada año, mucha gente celebra la Noche de la Nostalgia, se junta, recuerda, baila, o simplemente toma, come, no recuerda, tal vez vive, disfruta.
Algunas marcas aprovechan y lanzan el Mes de la Nostalgia, ofrecen promociones, descuentos, cosas que veo pasar sin el mayor interés nostálgico.
Nostalgia, dice el diccionario de la RAE, es algo que podría sentir yo, un argentino que vive en Uruguay:
Pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos.
En julio cumplí un año y medio viviendo en Montevideo. Tengo motivos para sentir nostalgia, pena de verme ausente de la patria o de los deudos o amigos.
Pero no siento nostalgia, no siento pena. ¿Qué siento? Me lo pregunto a veces. A veces me vienen a la cabeza momentos con mis amigos, abrazos, charlas sobre cualquier cosa y sobre nada. No hay tristeza, no hay nostalgia. No hay extrañamiento. Recuerdo con alegría. Ni siquiera tengo ansiedad por querer repetir las escenas; las llevo conmigo. Están.
También me acuerdo de los silencios. Hace años empecé a disfrutarlos. Estar con alguien sin hablar, sin intercambios. Mates, diarios, libros, la mirada en algún lado. Como no estar, pero estando.
Me acuerdo de un verano en Brasil con mis dos amigos Ezequiel: malla, amanecer, calor, playa, orilla, libros. Cada uno con el suyo, en silencio, a lo sumo un mate que va y viene. Ratos. Horas.
El libroobjeto que facilita el silencio. Leer cada uno lo suyo, juntos. Leer juntos.
Ahora también lo hago con Margarita: nos sentamos o acostamos en el sillón, cada uno con su libro, y leemos. Minutos, a veces; ratos largos, cuando ella se engancha con alguno de sus libros o historietas.
En estos días terminé cuatro libros gracias al silencio compartido. Pude terminar uno que tenía pendiente desde hacía semanas: La nostalgia feliz, de Amelie Nothomb. Después devoré en cuestión de días Quiero ser yo el que te diga que te vayas, de Hernán Salcedo; La vida por delante, de Magalí Etchebarne; y La invención de un lector, de Cecilia Fanti. Ahora estoy con otro: La reina del baile, de Camila Fabbri.
También mientras escribo esto está Margarita conmigo, enfrente, terminando de comer una manzana, el libro en su mano derecha.
Silencio.




Abro Instagram y veo fotos de Gallardo. Cambio de app, me voy a Twitter y veo fotos de Gallardo. Abro portales de Argentina y hay fotos y notas sobre Gallardo. Están como locos. Extrañaban. Extrañan.
Nostálgicos.
Marcelo Gallardo es River, leo que escribe una amiga. Yo no sé si vi jugar alguna vez a un River del Gallardo entrenador, pero a él sí lo vi jugar. Lo vi debutar, de hecho, en esa época iba a la cancha. Después, cuando volvió de Francia, trabajaba en Olé y cubría River (y todavía veía algo de fútbol), así que estuve hasta en la conferencia de prensa de su regreso.
Pero para mí Gallardo es otra cosa, más que fútbol. Un recuerdo nítido, un día en mi vida laboral y personal. Una sensación a la que no le encontré palabra para definirla hasta esta semana.
Hace tiempo lo conté en Twitter: trabajaba en Olé y uno de mis compañeros era Jorge López, el Topo, que años después murió durante el mundial de Brasil, cuando un coche robado, conducido por unos delincuentes que era perseguidos por la policía, chocó el taxi en el que él viajaba. Mucho antes, en la redacción, al Topo le pidieron que hiciera una nota con Gallardo. Había que entrevistarlo y él era el contacto más cercano. Gallardo no venía hablando mucho, pero el Topo juraba que podía. Siempre decía que podía, que se podía.
Entonces el Topo agarró su celular, se paró al lado de mi escritorio y llamó. A los dos segundos, empezó a hablar:
–Hola, Muñe, acá Topito, cómo estás.
Topito, le dijo. Descarado. El Topo me guiñó el ojo y se fue caminando por el pasillo. Yo miré a otro de mis compañeros con esa cara que ponemos cuando sabemos que están tratando de vender humo, tribuneando. Al rato, el Topo volvió por el pasillo, despidiéndose del supuesto Gallardo, y anunció que al día siguiente, después del entrenamiento, le daba la nota.
–¿Vas con él, Javi? –me preguntó uno de los editores. Dije que sí.
Al otro día, en el Monumental, no vimos salir a Gallardo después del entrenamiento. Aparecieron los jugadores y el tipo no estaba, no salía. Alguien dijo que ya se había ido y el Topo se desesperó. Me hizo correr hasta el estacionamiento, que en ese momento era nuevo y eran pocos los jugadores que lo usaban, y al llegar nos paró el tipo de seguridad.
–¡Muñe! –gritó el Topo.
Gallardo asomó la cabeza desde atrás de su auto. El Topo conocía marca, modelo y color de los autos de todos los jugadores, lo había identificado enseguida. Gallardo devolvió el grito (“¡Topito!”), le hizo una seña al de seguridad y el Topo, abracadabra, se agachó bajo la barrera y pasó. Los vi charlando unos segundos y después vi cómo el Topo me señalaba. Gallardo volvió a mirar al de seguridad y entonces pasé yo también. El resto de los periodistas miraba, la ñata contra la garita.
Esta semana recordé otra vez esta anécdota que me vuelve a la cabeza cada vez que Gallardo es noticia. El Topo murió una madrugada de 2014, acaban de cumplirse diez años. Unos días más tarde, el cuerpo ya en Buenos Aires, lo velaron en Victoria. No sé cuánta gente había pero nunca vi tanta gente en un velorio. Familiares, amigos, colegas, vecinos, curiosos, jugadores, entrenadores, dirigentes encimados en la vereda y en la calle, media avenida cortada para decir que no lo podíamos creer. Fui con el auto y llevé a varias personas. Fuimos en silencio, pero esta vez el silencio era incómodo, triste. Todos queríamos estar ahí, despedirlo, despedirnos, recordarlo antes de que el ruido de la vida nos difuminara los momentos compartidos.
“Se nos fue la sonrisa”, tituló Olé la noticia sobre su muerte. Era verdad, pero esa noche, dentro y fuera de la casa velatoria, todos tenían una anécdota, un recuerdo, un mensaje guardado que incluia una sonrisa del Topo. Y otra nuestra.
Natsukashii es una palabra japonesa que “designa la nostalgia feliz, el momento en que el recuerdo hermoso regresa a la memoria y la llena de dulzura”. Lo leí hace unos días en el libro de Amelie Nothomb y me sirvió para ponerle nombre a eso que me pasa cada vez que hablan de Gallardo, cada vez que me acuerdo del Topo López, pero también cuando pienso otras cosas que quedaron atrás.
Esas mañanas de playa en Morro de Sao Paulo, las tardes en la terraza de Pablito, las noches de picada en Margot, otro TEG interminable en la casa de Leandro, mates en el Parque Rivadavia, guitarreadas, interminables llamadas por teléfono, abrazos, despedidas.
Sin pena de ausencia, sin dolor.
Natsukashii.
Si te gustó este Paladar podés reenviarlo, recomendarlo, darle like, compartirlo.
Si no lo conocías y te lo recomendaron, podés suscribirte y te llega por mail. Es una de las pocas cosas gratis que quedan en la vida (?)
Y si tenés Instagram y querés seguirme, ando por acá:
Gracias por llegar hasta acá <3
Nos leemos pronto.
Javi
Qué honor ver a mi novela entre tus recientes. Lecturas. ¡Gracias!