Paladar 91 - Crudo, queso y manteca
Un bar en una esquina de Buenos Aires. Una reunión de trabajo. Comida porteña. Recuerdos propios y ajenos. Historia. El cumpleaños número 94 de Los Galgos.
¿Cuántas veces pasás por un lugar sin siquiera prestar atención a lo que hay en ese lugar? ¿Cuántas veces recorriste una cuadra sin ver las casas, los edificios, los locales, y de pronto te sorprendiste con uno de ellos, como si lo hubieran puesto ese día, horas antes, únicamente para vos? ¿Cuántas veces te paraste en una esquina para cruzar la calle sin mirar lo que había en esa esquina, a unos metros, detrás de tu espalda?
El año 2016 fue mi último año de trabajo en un diario, y a la vez el primero en una agencia de comunicación. Hice convivir los dos espacios lo más que pude, lo que la cabeza me permitió, y eso fue casi todo el año: desde que entré a la agencia, el 29 de enero, hasta que dejé el diario, el último día de diciembre. Durante ese año en la agencia escuché un nombre, el nombre de un bar, y me sonaba. Lo escuché varias veces, siempre de fondo, en conversaciones ajenas. Al año siguiente, 2017, lo oí mucho más claro:
–A las 11 tenemos una reunión con un cliente. Nos vemos en Los Galgos.
Es otoño de 2017. Bajo del subte en la estación Congreso, de la línea A, y camino por Callao. Es en la esquina, me dijeron; no me dijeron en cuál. Cuando llego y lo veo, sí, claro, lo veo. Lo veo de verdad. Lo miro. Lo reconozco. Los Galgos. Es ahí. ¿Cuántas veces pasé? ¿Cuántas noches pos trabajo, en esas caminatas que hacíamos por allá y por acá, al cerrar el diario, al postergar al mango el regreso a casa? ¿Cuántas tardes de marchas, cuántos 24 de marzo? ¿Cuántas mañanas durante mi primer trabajo, de cadete, en el que recorría la ciudad de punta a punta y el centro de todas las maneras posibles?
Lavalle y Callao. Los Galgos. En la esquina. Era acá.
Es acá.
Entro y no tengo dudas: yo ya estuve en este lugar. No sé cuándo, no sé con quién. Tengo una idea –vaga– de haber estado con compañeros de trabajo, muchos años antes, ahí, en la mesa de la esquina, al fondo, frente a la escalera. ¿A dónde va esa escalera? No pregunto, aunque en un tiempo voy a saberlo, voy a venir una noche, las luces bajas, la música suave, los tragos. Ellos no lo saben, Los Galgos, los empleados, sus dueños, pero a mí la noche mucho no me va. Me gusta el día. El almuerzo, la tarde. El café, la comida, las medialunas. Estas medialunas caseras que pruebo ahora por primera vez, una tarde de otoño, por las que voy a volver unas cuantas veces, igual que por el sánguche de crudo, queso y manteca.
Ah, el sánguche de crudo, queso y manteca.
Voy a ver cómo lo preparan una y otra vez. Voy a venir bien temprano y a bajar a la cocina para ver la trastienda de esas medialunas. Las voy a probar recién salidas del horno.
Ah, las medialunas.
Los Galgos tiene 94 años, pero para mí es historia reciente. Para muchos, en realidad. Después de un cierre que duró unos cuantos meses, lo compraron Julián Díaz y Flor Capella y lo reabrieron en 2015. Lo remodelaron y lo reabrieron. Después hicieron otras obras, como la del entrepiso (¿o primero?), pero su trabajo fue dejarlo como está, como era, como fue casi siempre, manteniendo el estilo original. Un año después de la reapertura escuché su nombre en la agencia. Al otro año fui (¿o volví?) por primera vez. Me quedaba lejos (ahora que vivo en Montevideo, mucho más), pero trataba de ir. Tuvimos ahí decenas de reuniones y almuerzos de trabajo. Era parte de nuestro trabajo pero también lo usábamos como excusa.
Sáncuches, milanesas, guisos, sopas, postres, cafe. ¿Cuánta comida entra en una excusa?
Llevé una vez a Emilia a probar los buñuelos de acelga y espinaca, y volvimos encantados. ¿Llegué a ir con Margarita? No puedo acordarme. Sí me acuerdo de que tiempo después compartieron en Instagram la receta de los buñuelos y los hice en casa. Por supuesto, no salieron ni parecidos.
Hace calor. Hace calor porque es diciembre y ya estamos en 2019. Vengo para el centro uno o dos sábados al mes a ver a mi nutricionista, Jesi. Con su fórmula recuperé o aprendí una nueva manera de comer, bajé unos cuantos kilos, dejé de roncar y de sentirme cansado todo el día y acá estoy, acabo de salir de su consultorio, en el centro que no piso nunca salvo para verla a ella, el auto me lleva de vuelta para Villa del Parque y ahí freno, justo ahí, en la esquina, Callao y Lavalle. Acá.
Por la ventana veo a Julián. Pienso en bajar a saludarlo pero no soy amigo, claro que no, ni siquiera sé si se va a acordar de mí, no lo veo desde hace un año, tal vez dos. Sigo de largo y a media cuadra hay lugar para estacionar. Una señal. Freno, estaciono. Bajo. Me acerco a la barra, pido un sánguche de crudo, queso y manteca para llevar. Julián me ve y se acerca. Nos saludamos, charlamos un ratito. Me llevo el sánguche y lo devoro en el auto. En unos días le voy a confesar a Jesi esta locura, este arrebato de pasión por el sánguche; después también a marida. Jesi se va a cagar de risa. Emilia se va a enojar:
–No me importa que rompas la dieta, pero ¿cómo no me vas a compartir?
Los Galgos cumplió esta semana 94 años y yo no estuve en Buenos Aires para pasar a saludar, para celebrarlo, para comer algo de su rica comida. Aunque pos pandemia ya casi no fui, lo siento cerca. No por su historia, no; no tengo los recuerdos de quienes caían ahí por las noches, después del teatro, ni de quienes cafeteaban y rosqueaban tras alguna sesión en el Congreso; tampoco fue mi refugio de estudio, mi trago antes de salir, mi encuentro romántico, mi escape con un libro en la mano. Conozco esos recuerdos por voces ajenas. A mí me quedaba lejos. Ya lo dije: ahora mas. Lo siento cerca porque desde que fui, aquel otoño de 2017, lo adopté como lo que es: parte de la geografía porteña, parte de la ciudad, parte de nuestras vidas. De la mía, al menos.
Hace un año, Julián y Rodo Reich editaron un libro precioso que contiene 170 recetas de Los Galgos. Lo compré en mi visita a Buenos Aires por las elecciones de noviembre, el balotaje. No será lo mismo, pero acá lo tengo, cerca, parte de mi vida montevideana. En la biblioteca, siempr; ahora a un costadado de la computadora. Cada uno se conforma con lo que tiene a mano.
Hago propias estas palabras de Rodo, que escribió para el libro Cocina Porteña: No es (solo) su edificio, no es (solo) su gastronomía, no es (solo) su música y sus comensales. Como un corazón o un pulmón, como una pierna o los ojos: un bar es un trozo necesario de ese cuerpo siempre cambiante que es una ciudad. Así es Los Galgos: el corazón que late, que enamora y que nos recibe a todos, sedientos, hambrientos, felices o tristes. Casi un siglo de vida, y por muchos años mas.
Salud, Los Galgos <3
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