Paladar 89 - La canción sin fin
Un reproductor de CDs. Dos cajas que llegan desde Buenos Aires. Una colonia musical. Una foto de los Beatles. La música, un newsletter, la política.
El disco gira y yo vuelvo a quedar hipnotizado como la primera vez. Gira y se oye primero una vibración, como si algo se acomodara dentro del aparato, y después sí, ahora sí, empieza a sonar lo que esperamos.
Love, love me do, you know I love you –cantan los Beatles.
Margarita está a un costado, ella eligió el disco. No parece llamarle la atención, aunque está contenta. ¿Contenta porque por fin vamos a escuchar los CDs que tengo guardados desde hace una década o feliz porque su papá está feliz?
Me regalaron mi primer casete cuando tenía once años. Era de Ignacio Copani y se llamaba así: Ignacio Copani. Era lo primero que el compositor editaba en Argentina después de su exilio en México.
Tenía temas que se hicieron súper famosos, como Cuántas minas que tengo, Lo atamo' con alambre o Cuándo será al revés, pero a mí me gustaban otros, los más tranquilos, los más melódicos, cuyas letras además me movilizaban: Chupetines y acuarelas, y Puede verme.
Hasta entonces escuchaba lo que había en casa. Lo que tenía mi papá (Mercedes Sosa, Charly García, Víctor Heredia, Serrat, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés en Argentina, Fito Páez y Spinetta en LaLaLa, Cuarteto Zupay), lo que tenía mi hermano (Soda Stéreo, Madonna, B52s, UB40, Marley, Rolling Stones).
Unos años después me compré mi primer casete, contra todos mis antecedentes musicales: El cielo puede esperar, de Attaque 77.
Margarita me pregunta si puede ver todos los discos y yo le digo que sí, que puede, que revise. Se sienta en el piso, saca la tapa de plástico que cubre una de las cajas y mira. No encuentra mucho conocido porque para ella casi no hay. No está Fito, me dice, contrariada, y le digo que no, que quedó en Buenos Aires en otra caja.
–¿Rada?
–Tampoco.
–¿Rosalía o Tini?
Me río.
Se frustra. Dice que no conoce nada, que no le gusta nada. Después parece encender una lamparita en sus ojos.
–¿Beatles?
De los Beatles hay varias.
Revisa las cajitas y saca una. Abre. Pongo un disco mientras le explico la noventosa forma de agarrarlo, dónde poner los dedos, cómo cuidarlo para evitar los rayones. Me pregunta si puede leer el librito que está en la tapa de una de las cajitas –toda una novedad para ella– y enseguida pega un grito:
–¡Este es el cuadro que está en la colonia!
El cuadro que está en la colonia: la foto, hecha cuadro, de los cuatro beatles cruzando Abbey Road.
Margarita se entretiene con el librito. Ponemos los Beatles y los Beatles suenan por primera vez en casa, en esta casa, en Montevideo. Un CD suena por primera vez en esta casa y en mi vida de los últimos diez años, desde que el mini componente Sony comprado días antes de que Argentina estallara en su 2001 decidió dejar de reproducir los discos compactos.
No quiero pero no puedo evitar pensar en esa coincidencia: me compré el Sony antes de que estallara el país en 2001, me regalaron este reproductor ahora, en este momento de Argentina, aunque ya no viva allí. Pienso si tiene sentido poner esto acá, en el newsletter, en este Paladar que ya no es únicamente de comida sino un monólogo de sobremesa, y me digo que sí, que por qué no, si todo newsletter es político.
Todo newsletter es político, dije, digo.
¿Y la música?
Mi hermano iba al colegio a la tarde y yo cuando volvía del mío aprovechaba para usar su nuevo equipo de música y escuchar sus CDs. Era Sony, creo. Era una novedad, no porque no hubiéramos escuchado nunca sino porque lo teníamos en el cuarto. Yo revisaba su cajón donde estaban los discos y ponía los que me llamaban la atención, a veces para escuchar un solo tema, en especial de la música extranjera (que a mí poco me gustaba):
I touch myself, de Divinyls
Heal the world, de Michael Jackson
Kingston Town, de UB40
Fever, de Madonna
Repetir hasta el hartazgo.
Pero en ese ir y escuchar lo ajeno conocí también Virus, Los Abuelos de la Nada, Zas, Enanitos verdes, Los Fabulosos Cadillacs, Los Pericos, Los Twist, y a varios de ellos (Virus, Abuelos, Miguel Mateos) los sumé a mis preferidos de la década que estaba corriendo a una velocidad demasiado intensa.
El paquete es rectangular, firme. Es una caja. Dentro del papel de regalo hay una caja y no tengo idea de lo que es. Papá Noel no existe (y tampoco se va a morir, recuerdo cada vez que pienso en Papá Noel este video maravilloso de Rodolfo Barilli en plena crisis con Uruguay por las papeleras) pero Emilia se ocupó de los regalos, como casi siempre, y siempre me toca algo.
Algo: el reproductor de CDs con el que sueño desde hace por lo menos un lustro. Un aparato chiquito, con algunos botones y el espacio para colocar el disco detrás de una tapita plástica. Nada más. Nada menos. Todo lo que necesito.
Unos días después de las fiestas mi papá me va a traer dos de las varias cajas con CDs que guardo en un cuartito en Buenos Aires junto con otras muchas cosas que no entraron en los viajes anteriores y, en este caso, que tampoco tenía sentido traer: no tenía cómo escuchar los CDs.
La primera vez que fui solo a un recital –y digo solo porque fui sin adultos, pero con muchos amigos y amigas– fue en 1991, a ver a Charly García en Ferro, un enorme concierto en el que –si no recuerdo mal– Charly tocó por última vez con su banda de ese momento, Los Enfermeros, integrada por Hilda Lizarazu, Carlos García López, Fabián Quintiero, Fernando Samalea y Fernando Lupano. Después fui infinidad de veces a ver a Charly. A Fito Páez. A Silvio Rodríguez. En mi adolescencia también a Baglietto, Man Ray, Gieco. Más adelante a Drexler, a Rada. Me quedé con las ganas de ver en vivo al Flaco Spinetta (alguna vez como invitado de Charly o Fito, pero nunca en un concierto propio), pero lo escuché y lo escucho. No me gustaba de pibe, me lo pegó una novia en mis veintipocos, lo retomé pasados los treinta. Lo extraño ahora.
La música me acompañó hasta hoy, me acompaña. Discos, casetes, CDs, recitales, coro de la escuela, clase de guitarra, clase de canto, fogones, interminables sobremesas, tardes o noches con amigos y amigas con guitarras sobre las faldas y gargantas entonadas (y no tanto, pero no voy a señalar con el dedo).
A Margarita le canto desde el día uno como hago ahora con Simón. Silbo y tarareo por la calle. Canto a los gritos cuando estoy solo en el auto. En mi juventud guitarrera hice canciones para mí, para otras personas, para nadie, para todos.
No entiendo cómo hay gente que puede vivir sin música.
No entiendo, incluso teniendo y habiendo escuchado Spotify este tiempo, cómo pasé diez años sin poder reproducir mis CDs.
Margarita se aburre. Está de vacaciones y se aburre. Aunque desplace mis tareas laborales para la trasnoche, aunque hagamos malabares con Emilia para tener tiempo para ella, se aburre. No le interesa jugar con nosotros, estar con nosotros. Quiere otros niños, otras niñas, y está bien. Entonces le proponemos no esperar hasta el 15, cuando teníamos planeado que empezara la colonia de vacaciones junto a una amiga, sino hacerlo antes, en otro lado, otra colonia. Una colonia musical.
Margarita dice que sí –porque se aburre y sabe que se aburre– y entonces me acompaña a averiguar si hay lugar, si todavía se puede empezar. Me acompaña y nos dicen que sí, que claro, que puede. Le digo a la chica que nos atiende que la idea es que vaya tres veces por semana y que esta semana, que ya empezó, podría ir miércoles, jueves y viernes. Y ella dice que no hay problema, para nada, ningún problema, aunque:
–¿No querrá empezar ya?
Y a Margarita le brillan los ojos, dice que sí, me pregunta si puede, ¿porfa, puedo?, y le sugiero primero ir a ver cómo es, quién está, y se entreabre una puerta y una chica, dos niñas y una guitarra le sonríen y para ella es suficiente, dice que sí, chau papi, chau, sin mirar atrás, y ahí me quedo, mirando una pared con un cuadro de los Beatles.
Margarita va ese día, y otro, y otro, y al siguiente nos mandan un video: Margarita es la líder de una banda musical. Lleva el compás, a cargo de la batería. Golpea los palillos. Grita: un, dos, tres, y le da el pie a la nena que toca el piano. Otra canta. Margarita sigue el ritmo: pedal, bum, palillos, plaf, pedal, bum, palillos, plaf. Es un ritmo africano, dice, y termina con ella agradeciendo, saludando y cerrando con el platillo.
Simón no habla, no, si tiene apenas tres meses. No habla pero mira, abre la boca y esboza algunos sonidos. Cuando estamos solos lo hace si no le canto. Cuando le canto sonríe. Emilia no lo puede creer.
–Me pide que le cante –le digo.
–No lo puedo creer –insiste.
Le canto y sonríe, habla a su manera, canta. Mueve la boca. Me distraigo con algo y él, después de un breve silencio, vuelve a balbucear.
Cantá, me dice. O eso creo. O eso quiero.
El disco gira y yo, ya lo dije, quedo hipnotizado.
Margarita ya no baila ni canta, está entretenida con un libro de Mafalda. Después de los Beatles pongo a Charly, canto un rato mirándola y moviéndole los brazos, pero ella ya está en otra. Simón me mira y entonces lo introduzco en esta nueva vida: upa, pecho con pecho, mano con mano, y a bailar Chipi Chipi:
Esta canción durará por siempre
por eso mismo yo la hice así
una canción sin amor, sin dolor
la canción sin fin.
Si te gustó este Paladar podés reenviarlo, compartirlo en redes, recomendárselo a tu psicóloga (?) o simplemente darle like.
Si te lo mandaron pero no lo conocías, podés suscribirte y te llega por mail.
Y si tenés Instagram y querés seguirme, ando por acá:
De UB40 fue el primer disco que me regalaron mis amigos, a los 15, cuando mis viejos me regalaron multicomponente para 7 CDs. Hermoso envío. Muy emotivo.