Paladar 82 - Montevideo
–Que pases bien.
La camarera, vestida de negro, se aleja y se lleva su sonrisa. La mía va a quedarme todavía un rato en la cara: no me acostumbro a que se despidan así, con ese deseo, con ese modo, con esa articulación.
Que pases bien.
Sin la, sin lo.
Que pases bien.
Dos meses. Pero esta vez en Uruguay no estamos de vacaciones. Vinimos con bolsos, valijas, juguetes, bolsas, peluches, laptops, libros, bolsitas, papeles de trabajo. Javier, marida, hija, Inca, Rusia. Los pasajes, solo ida.
"Ahora son nuestros pagos", escribí por acá hace unas semanas. Es que nos mudamos. Alquilamos un departamento {apartamento}, desembalamos, compramos muebles, todavía tenemos cosas por ahí, sin lugar, y muchas otras cosas –ropa, libros, vajilla, fotos– y no cosas –amigos, familia, el pasado– en Buenos Aires.
Estamos acá nomás, en Montevideo, pero no es allá. Ahora es acá, del otro lado del río, del charco, como le dicen. Donde el mar todavía no es mar, pero la playa es playa y entonces le digo mar y a veces alguien osa corregirme.
La camarera me mira una y otra vez y yo me miro la remera, me toco la barba en busca de una mancha, me doy vuelta aunque sé que detrás mío hay una pared. La camarera me mira pero no me mira. Una actriz argentina toma café a una mesa de distancia y la mirada, en verdad, es para ella. El secreto están en sus ojos.
El bar es el café de Cultural Alfabeta, un cine-librería-café precioso que adopté como oficina móvil porque no queda muy lejos y en la semana es tranquila. A veces vengo a corregir, a escribir, a trabajar de corrido, sin más interrupciones que los bocados a alguna torta, a un brownie con maní y los sorbos al expreso doble o la limonada.
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Quiero chivito. El cliché turístico por excelencia que ya dejó de ser cliché porque no soy turista y tengo ganas de comer chivito: una fina capa de carne con un montón de ingredientes encima, abajo, al costado y papas fritas en exceso. Al pan o al plato.
Hoy es al pan, acá cerca de casa, mi nueva casa, en La Pasiva. Mañana será en otro lado. Necesito saber –tengo que averiguar– dónde hacen el mejor chivito de Montevideo.
Vos ya sabés, seguro, que en Uruguay las zapatillas son championes, las facturas son bizcochos, los broches son palillos y los aritos son caravanas. Pero los bancos son bancos y las comisiones son igual de tremendas. Abusivas, diría. De todos modos, lo que más me llama la atención es el poco interés que tienen en que abras una cuenta.
En Buenos Aires, sí entrás a un banco o incluso si pasás cerca, o hasta si decís la palabra banco aunque se trate del banco de una plaza, te llueven mails y llamados de bancos ofreciéndote tarjetas, cuentas, créditos personales, efectivo, plata, cuotas, ya, llevate todo, sé deudor. Incluso si decís que no, te llama otra para preguntarte por qué, ofendida como abuela a la que le rechazás la comida.
Acá, con todos los papelitos en regla, llevo un mes y medio tratando de abrir una cuenta. Demoraron semanas en responderme una consulta, se les quedó “olvidado” uno de los correos, otro en borradores y recién ahora, dicen, parece –después de presentar doscientos cuarenta formularios, fotocopias y firmar que cualquier cosa que ocurra en el planeta será culpa mía y no del banco– que la semana que viene sale.
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Cambié de alfajor preferido: el que más me gusta de Uruguay es el Premium de la Tienda Inglesa. Y el de merengue De las sierras de Minas le acaricia los talones. Y ojo con el de Juana la Loca. No tengo idea si tiene algo que no sea grasa de la mala, pero es bomba.
Hablo de alfajores industriales, desde ya. El mejor sigue siendo el de Santé.
Amigos, familiares, conocidos, desconocidos me escriben desde Buenos Aires y me preguntan cómo estoy, cómo estamos, cómo es mudarse de país. Y yo digo siempre lo mismo, que estoy bien, que estamos bien, acá nomás, al otro lado del agua. Llevando una vida parecida pero en un lugar diferente. Margarita va a una colonia recreativa un par de veces por semana y está contenta. La semana que viene ya empieza la escuela primaria.
Marida va a la oficina otro par de veces por semana y está contenta. Yo, mientras trabajo en casa o en Alfabeta y preparo el inicio del taller de escritura en Charco, pienso en algunas (otras) novedades que tendrá mi 2023, salgo a caminar y trotar por la rambla tres o cuatro veces por semana, leo y escribo bastante, cocino y lavo. Como muchos argentinos que se van al exterior, lavo platos.
Lavo tres platos y cuando termino hay cinco más. Debajo de los platos, un sinfín de cucharitas, tenedores y cubiertos me espera con comida adherida al acero inoxidable. A un costado, ollas y sartenes; debajo, tuppers; debajo, platitos. Un colador. Vasos, tazas. Fuentes. Y así. Una mamushka de vajilla por lavar, infinita, cada día en la cocina del apartamento.
–¿Extrañás algo de Buenos Aires? –me preguntó marida hace unos días.
–La verdad que no –respondí.
Ahora siento que mentí: extraño el lavavajillas.
Acá cerca, y entiendo que en toda Montevideo, hay ferias. Como las de la Ciudad, en Buenos Aires, pero algo o bastante más completas. Hay varios puestos de fruta y verdura, de pescado/mariscos, de carnes varias, fiambres, quesos, y también de chucherías, artículos básicos de bazar, especias, frutos secos. Y hay, sobre todo, aromas.
Hay una feria a dos cuadras, doblando la esquina, los domingos; otra en nuestra misma cuadra, tres calles más arriba, los miércoles. Los vecinos salen con sus carritos de compras (nuestro changuito aún lo tenemos que traer en Buenos Aires), los llenan, vuelven. Se quejan de los precios, claro, como allá. Como supongo que en todos lados.
Nosotros siempre vamos a la del domingo. Es un plan. Vamos con Margarita y marida, o con Margarita, o alguna vez solo, y compramos la fruta y verdura para (casi) toda la semana. También pescado fresco, que volvimos a incorporar a la rutina alimenticia. Cuando uno camina por la feria algunos vendedores gritan, ofrecen sus mejores frutas, y otros simplemente esperan, miran, apuestan por otro tipo de marketing. El que me gusta. El chichoneo.
El primer día que fui me acerqué a un puesto atendido por un tipo joven que solo dijo a las órdenes, cualquier cosa me consulta. El tipo de vendedor que queremos: el que no molesta. Me dio unas bolsitas y elegimos con Margarita los tomates cherry y las frutillas que queríamos. También compré una calabaza. Después, en otro puesto, compramos algunas verduras. El otro vendedor, un simpático panzón con puesto grande y unos cuantos empleados, me habló de Buenos Aires, de su amigo que vive ahí, de lo que le gusta Argentina y los argentinos. Me confesó, también, que acá mucho no nos quieren. Igual le compré. Me prometió que las uvas estaban buenísimas (no mintió).
Al domingo siguiente fuimos otra vez y apenas pasé por el primer puesto, sin siquiera mirar para el costado, el tipo me habló:
–Hola, vecino, tengo otra vez tomates cherry y calabaza, si gusta.
Quedé duro, miré a marida. Una semana después, de entre todos los vecinos que van y compran ahí y en otras ferias, se acordaba de mí y de lo que había pedido, una suerte de algoritmo humano, de recuerdo del comportamiento ajeno que me conquistó para siempre.
Montevideo tiene sus peligros. Vivir cerca de lugares harinosos puede ser la perdición, y a nosotros nos pasa. Acá nomás tenemos Bertha, un almacén de pan que tiene un integral tipo lactal que es una delicia, unas cookies de chocolate pocas veces probadas, medialunas esponjosas, y sánguches y tartas (la pascualina, por favor) que son un despelote. Y unas cuadras más allá, La Resistance, con su roll de canela que es mi perdición y una barra que tiene –creo– cereales y chocolate que de tan rica casi no llega a casa.
Ojo, en Montevideo no es todo comida y bancos. También en cualquier súper hay mucho tupper, fuentes, asaderas y artículos de bazar y eso a mí me vuelve loco. Pero esa es otra historia. Por hoy la dejamos acá. Después de tanto tiempo quería volver, aunque no sea para hablar de comida sino de una nueva vida. Un nuevo Paladar, el paladar montevideano.
Abrazo grande y, con comida u otras artes como excusa, nos leeremos pronto.
Javi