Paladar 1 - Los knishes de la abuela
¿Por qué nos gusta la comida que nos gusta? Los tallarines de la abuela, el asado de papá, la torta de la tía Chola. Un recorrido por la memoria emocional.
Hola a todos y a todas, les doy la bienvenida a Paladar, un newsletter de comida, de sabores, de recuerdos, de placeres.
En esta primera edición me voy a auto-robar y les voy a compartir lo que escribí esta semana para Tip Tag, invitado por Mer Spinosa para su newsletter gastronómico (se pueden suscribir acá). Es una suerte de introducción para lo que se viene en este espacio que -espero- nos va a encontrar juntos para hacer recorridos por los sentidos y por la memoria.
Y de eso se trata este estreno, de la memoria. De lo que nos gusta y por qué nos gusta. Y para quienes ya me leyeron en Tip Tag, no se preocupen: viene con bonus track.
La memoria emocional
¿Alguna vez se preguntaron por qué les gusta la comida que les gusta? Yo sí, muchas veces. Y si bien desde chico me llamaron la atención las notas sobre por qué comemos lo que comemos (seguro leí alguna en la revista Muy Interesante, de la que era fan) y por qué nos gusta lo que nos gusta, las conclusiones científicas que me convencen en otras áreas no resultan concluyentes en este ámbito porque olvidan un detalle. Entre las razones genéticas y los hábitos, dejan afuera un dato -para mí- clave: la memoria emocional.
Digo: ¿por qué "los tallarines de la abuela" en general son más ricos que los tallarines de cualquier otra? ¿Y el asado de papá? ¿La torta de la tía Chola? ¿Los panqueques de mamá? Puede ser, claro, que la abuela, papá, mamá o la tía Chola asen o cocinen como los dioses, pero es difícil que casi todos tengamos un algo que hace alguien mejor que todas las demás personas de la humanidad. ¿Entonces? La memoria. Los recuerdos.
Yo tengo varios, pero me quedo con uno: los knishes de mi abuela Agustina.
Mi abuela murió hace más de veinticinco años y a pesar de eso no necesito comer sus knishes para saborearlos. Escribo esto y empiezo a salivar como si los tuviera enfrente, huelo la masa crujiente hecha a mano sobre la mesada de su departamento en el barrio de Once, la cebollita dorada en aceite y manteca, la papa sabrosa, hecha puré con el punto justo de humedad y de sal. ¿Son los mejores knishes que probé en mi vida? Sin dudas. ¿Son los mejores?
Esa memoria emocional es la que, para mí, marca parte de nuestro camino gastronómico (después, desde ya, hay hábitos, conductas, presiones sociales, vida). Y la que nos hace, incluso, cocinar con esa memoria. Muchos años después me dispuse a hacer “los knishes de la abuela”. La cebollita, el puré, la masa. Los preparé con esa receta en la cabeza, con ese sabor en la memoria. Creo que los llené demasiado, algunos se me abrieron en el horno, otros quedaron con la masa un poco gruesa. Pero el sabor era el mismo. Cuando los comí volví a tener diez o doce años, a estar en el comedor con vista a la calle Saavedra, con mi abuela, mi abuelo y toda la familia, y mi hermano y yo peleando, como siempre, por agarrar de la bandeja el último knishe de la abuela Agustina.
Bonus track: knishes de papa
Tardé cuarenta y dos años en hacerlos. Probé, primero, con tapas de empanadas de copetín, y -tal como imaginaba- fue un error, una falta de respeto a los orígenes no míos, sino del plato. Intenté después con la masa de tarta comprada, estirándola a más no poder. Y fue -me costó admitirlo- un acierto de holgazán, la dignidad de cumplir con la exigencia: comer rico, comer bien. Por último fui a la receta, pero sobre todo a los recuerdos casi imaginarios -la cocina de la abuela Agustina, los ojos que apenas sobrepasaban la mesada, la memoria endeble- y a los verdaderos -cocineros de televisión-, adquiridos en las últimas décadas.
La clave es la sábana blanca, elástica, casi transparente, una masa mezcla de un huevo, sal, azúcar, aceite, agua tibia, harina común y reposo, siempre reposo antes de salir a la guerra. La guerra: cómo evitar que la fragilidad de esa sábana ceda ante un puré de papas firme, ni frío ni caliente, saborizado con cebolla dorada en aceite y manteca, pimienta, sal y nuez moscada.
Dice la cocina de este siglo que los knishes pueden hacerse como empanaditas, colocando relleno en el centro y uniendo el borde circular hacia arriba en una única punta, empujándola después para adentro, aprentándola contra el relleno como si fuera un ombligo a ocultar.
Dice la historia que los knishes se forman con paciencia y técnica: la masa estirada sobre la mesada, un chorizo largo de puré de papa a un par de centímetros de un borde, un pincel con agua para que nada se despegue, un enrollado cuidadoso, un par de vueltas de sábana sobre el relleno, y el cuidadoso arte de separar los futuros bocados con los laterales de los meñiques, como si las manos fueran cuchillos de borde redondeados, sin filo, amigos de la fragilidad. Y ahí sí, ahora sí, a cortar esas marcas, a unir los bordes hacia adentro, a formar los knishes y cocinarlos en un horno medio-bajo, hasta que la masa dore, no mucho, no poco, lo justo, lo necesario, lo que enseñan -queriendo o sin querer- las abuelas.
Gracias por haber llegado hasta acá. Espero que les haya gustado y despertado el deseo de unos ricos knishes de papa para el fin de semana. Si tienen ganas de compartir lo que cocinen o coman el fin de semana, los leo y veo en Twitter o Instagram.
Abrazos y hasta el próximo Paladar.
Javi